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Arzú: poder, orden, privilegio

ilustración: JORGE ANTONIO DE LEÓN > El periódico


Escribí el otro día esta columna, que estaba destinada ser una pequeña, discreta columna sobre nuestro alcalde (es decir otra, dado que ya he escrito algunas en el pasado). Pero se me fue alargando la cosa, y tuve que pedir más espacio allá en el diario.
           
Está claro que, con todo y caracteres extra, no será suficiente. Hablar de Arzú, que lleva tantas décadas en el frente público y subpúblico, es tarea imposible, dentro de un mero formato columnístico. José Rubén Zamora lo hizo el otro día, y le salió una cosa muy completa, harto interesante, de plano escalofriante, pero aún así le faltó un considerable resto (de lo que se sabe y de lo que se calla, pero mucho se susurra).
           
El rango diacrónico es vasto, verán. La carrera de Arzú es longeva y sustancial: un abismo inagotable. Ustedes, los más viejos, lo saben, porque ya fueron testigos de toda su vida política, del MLN al PAN al PU.
           
Si esto fuera un libro (como el que anda circulando por ahí, y para el cual el alcalde no necesitó siquiera un negro literario) sería distinto, pero en un espacio tan breve y penúltimo como este, lo mejor será reducirlo todo a tres abstracciones: el poder, el orden y el privilegio.
           
Es decir: la autocracia, el virreinato y la impunidad.
           
Arzú es nuestro animal político más acabado y representativo, porque es dominador, colonial y veleidoso, al mismo tiempo. Ambicioso, republicano y taimado, a la vez. Explosivo, patriarcal y oportunista, de un solo. Conquistador, criollo y ladino, juntamente.
           
Arco memético muy ancho este, pero a la vez perfectamente cohesionado, correspondiendo con tres escalas de valores dominantes del guatemalteco, no poca cosa. No es de extrañar que tenga tanta popularidad. Obvio que para muchos sigue siendo un héroe y su capital político es enorme. Lo odian, sí, pero también lo aman, lo respetan y lo admiran.
           
Yo mismo he votado por él, y no una vez. Siempre que cabe, intento mencionar algo de incumbencia para reprobar su régimen, y sin embargo, confieso que a cierto nivel –no es de honestos ocultarlo– tengo los criterios mezclados. Quizá porque recuerdo aspectos caóticos y ensombrados de la ciudad (una ciudad de simios que parqueaban en triple fila) previo a que llegara al cargo edilicio, y que muy definitivamente consiguió estructurar, desde su  rigor personalista, hacia alguna clase de funcionalidad y simetría. 
           
Dicho lo anterior, aquel Arzú que daba una sensación de orden se está yendo, caballos y carroza, hacia el acantilado caótico que es por estos días la metropolís. No todo es su culpa, como ya explicara otro día en otro medio, pero es de ley no ser complacientes con su proyecto municipal. No hay razón para votarle más, co–urbanitas, sobre todo cuando agregamos todo eso que él mismo ha ido sumando, con una consistencia espeluznante, desde que se hiciera cargo, a manos llenas, del virreino.
           
Por mí que arda Roma. De las cenizas surgirán aves distintas.


El poder

Arzú, como aquel señor llamado Fidel, no cree demasiado en la rotación de poder. Lo de Arzú es Perpetuarse y Perpetuar una Guatemala, la suya, que no es nunca la otra, y jamás la de otros.
           
Arzú está metido en esa bolsa como un sempiterno marsupial (un marzupial) y no lo sacarán de ahí sin que saque él las garras, como él propiamente confirmara en público el otro día –cuando dijo eso de que si bien había firmado la paz también sabía hacer la guerra.
           
Tirando (por un mísero efecto público) una representación muy importante, ante un montón de cuatreros. 
           
Representación importante, sí, pero menos suya de lo que puede pensarse y de lo que él seguramente piensa, en el sentido de que innumerables causas y condiciones contribuyeron a ella. Puesto en blanco y negro, era lo que el contexto exigía. Arzú acabó con el conflicto porque estaba en el momento y lugar adecuados. Si no lo hubiera hecho él, lo hubiera hecho alguien más, tarde o temprano.
           
Pero veníamos hablando de cómo Arzú no va soltando la guayaba. Esa estructura de privilegios él la siente suya por una triple razón: porque se la ha ganado a dentelladas en el ruedo político; por mero derecho pijo y estamental (sin duda él se considera el mejor heredero de la misma); y porque el diablo y el listo no devuelven esas cosas.
           
Hay quienes estarán de acuerdo conmigo cuando digo que Arzú no quiere morir–ceder. Arzú no cabía ya más en el siglo XXI, pero siendo el coche parentético que es, reincidió, como reincide todo junkie estatal, y mientras los tiempos cambian, él permanece.
           
Él, y de un tiempo para acá, su familia.

A la esposa –que nos recuerda a Christabella de Silent Hill– ya le quería encaramar, también, la Presidencia. Y bueno, ahí está el hijo, que ha de llevar patrilinealmente el oficio familiar, sin mayor genio ni figura. Por ahí el linaje político.
           
Ha de necesitarlo, como lo necesita Ríos Montt.

¿Afectará a Arzú, se dejará roer por todos los acontecimientos recientes en torno a su persona? Se puede decir que el saberse legalmente perseguido opaca y envejece a los potros más necios, como se ha visto en otros sonados. En el caso preciso de nuestro personaje, no sabemos del todo. Se habla de un desplome, pero después de observarlo tantos años, sabemos que él siempre surge muy empoderado y afincado de estas cosas aún siendo tan sísmicas y tan mediáticas. 
           
Le apasionan. Saquen a Arzú de la administración y entonces sí que se lo lleva el cáncer. Para mientras, continúa siendo el Señor Presidente de la Municipalidad. El que no hace mucho, por dar un ejemplo, juzgó conveniente mancuernar su perspectiva personal sobre el aborto con la oscura sugerencia patriolegalista de hundir un barco noruego. Revelando con extrema claridad su ethos perenne: el de usar las rutas estatales para empujar agendas explosivas, y llevarse a quien sea entre las puras patas.
           
Acabemos de entender que Arzú es la Fuerza, y como tal se Presenta. Pero tanta intempestividad le vuelve a veces mastuerzo y subpolítico para comunicar.

Es un tipo crudo, en ese sentido. Es porque se educó a la brava, en ese pragmatismo de patriciado del que ya tiene que hacerse cargo de la finca y ser patrono. Si hay una cultura en él, sirve para ornamentar el dominio, el orden y la personalidad, como lo demuestra el rimbombante uniforme de Emetra, o ese cuadro colonialista que cuelga sobre su testa, y del cual se mofan los tuiteros todo el tiempo. 
           
Crudo, pues. Pero esa falta de sutileza no le ha impedido hacerse de un jugoso monopolio administrativo y público (no ayuda que toda su competencia sean puros gatos). Lo cierto es que la obra de Arzú es sobre todo el poder, más que la obra, aunque, desde luego, obra hay. Toda clase de dinámicas políticas y macrodecisiones emanan sin tregua de su mano blanca.


Orden

Así como le gusta el poder, a Arzú le gusta el orden. El orden es un ajedrez que le gusta.
           
Duerme con no sé cuántas radios, según nos contaba el otro día en una entrevista, para estar pendiente de esta larga y maciza nave urbana. A lo mejor prefiere esas comunicaciones radiales a los rezos violentos de la bruja bíblica.
           
Pero quién sabe si esos rezos no son incluso mejores que ver y escuchar, como a veces vemos y escuchamos, al propio Arzú explayar datos citadinos, desde la pantalla televisiva de la Minimuni, mientras mueve enfáticamente su dedo admonitorio.
           
Podría decirse que su reinado se le achicó cuando pasó de la Presidencia a la Municipalidad, pero ello no es por fuerza cierto. En cierto modo la ciudad representa mejor ese llamado criollo y centralista. Y en el centro del centro está, por supuesto, él. Es un centro por cierto que siempre está a la derecha.
           
Es claro que Arzú ha sabido ordenarnos la ciudad (también es claro que es su trabajo) y quien lo niegue carece de memoria. Los ciudadanos pluralistas y postplaza atacan los pragmatismos oportunistas de Arzú, y también su viejo pensamiento rancio. Con toda razón, por demás. Pero dejan de insistir, como por acto reflejo, en la necesidad de mantener liderazgos robustos y delineados, porque los perciben como integristas, lo cual desde luego hay que matizarlo, especialmente en un país y una ciudad como los nuestros, que nacen en, y vuelven siempre, a la entropía. Lo cierto es que un nuevo acuerdo o acorde municipal deberá toda vez mantener ciertas notas firmes, o esto, más pronto que tarde, se va a ir a la chingada. Y quienes buscamos nuevas formas de gobernanza no deberíamos tener tampoco ningún miedo en decirlo.
           
Pero lo que da fortaleza a Arzú es precisamente lo que lo hace tan deleznable. Como el Administrador Total que busca ser  (lo de él es generar y regular sustancia administrativa) Arzú es tremendamente eficiente para establecer límites y regulaciones. Pero en un mismo sentido es del todo incompetente para trabajar con las energías orgánicas de la ciudad, que siempre busca pasteurizar y entregar a quién sabe qué dioses de la especulación inmobiliaria.
           
Peor aún: toda expresión metropolitana no contenida, todo asomo de caos, toda liminalidad social es combatida en el acto con una respuesta autocrática y desde ninguna mística posibilista, pues Arzú no tiene el brain power para hacer de esta ciudad una ciudad del futuro (pésimo marketing, mantra fallido, saeta al aire).
           
Esta urbe suya –su ciudad– es una máquina aceitada, más no visionaria. No engendra emergencias creativas e integrales. Arzú, no es particularmente ilustrado, como no lo es buena parte de nuestra clase pudiente. No es el Steve Jobs del urbanismo, vamos. Sus capacidades exploradoras son escasamente crecidas y a ratos dentonas.
           
Lo digo al margen de que respeto su obra y su experiencia y algunas de sus soluciones. Lástima que todo lo que Arzú hace con la mano lo borra con el codo de la soberbia y la agresividad. Baste ver cómo, para conservar la operación edilicia y el precioso orden de la gentrificación, recurre por momentos a un estado semipoliciaco. Y a un ejército de empleados leales, burócratas y uniformados, que lo acompañan, lo defienden, lo pancartean.
           
De tal modo las cosas con este virrey, que siendo alcalde, guarda siempre eso de Presidente, y uno más bien predemocrático, es decir abusivo.


Privilegio

Con Arzú, quien sale perdiendo es la mera gente, que nunca cabe del todo en su fábula, en su modelo, en su gaveta. Su solución creciente ha sido incluso echarla de una patada en la rabadilla, lo cuál es horrible. Y muy tonto. En efecto: ¿qué sentido tiene echar a la calle a la gente de la calle…?
           
Arzú no tiene mayor sensibilidad, salvo por los chuchos, como la tenía Hitler. Lo demás es poner hielo en la plaza, metáfora como ninguna. Y, a veces, bajar con los empleados y el pueblazo. Su generosidad es la del Rey con sus súbditos. No digo que sea falsa: digo que es vertical. Conozco bien esa proa de caridad tan propia de la alcurnia.
           
Al dirigirse a criados y plebeyos, lo hace hablando con ese defecto de erre que se transforma en eshe, y que no es defecto fisiológico alguno, sino más bien cultural y de clase. Es la forma como hablan esos viejos chapines acriollados, como he comprobado mil veces.

En fin, tal es el orden, el reino, el suyo, del cual se cree su guardián privilegiado y mitológico, y que va liberando desde un despacho inamovible. Arzú de veras se considera el garante de la patria, el que salvará a nuestros nietos del desastre.
           
Por ejemplo, salvarla de la izquierda. Para mí que el desprecio visceral de Arzú hacia la izquierda es el síntoma más evidente de la paz falaz que él firmó. Helo ahí: el paladin de la rencociliación. El que en 1998 reanudó relaciones diplomáticas con Cuba.
           
Alguna vez Arzú dijo, en una entrevista de El País, que ya no hay muertos por razones ideológicas y eso por supuesto es una mentira. La ideología está inmersa en nuestra cotidianidad social –se puede decir que la cotidianidad es ideología en estado puro– y en nuestro país tal cotidianidad es la muerte.
           
Luego Arzú se dice muy abierto y fluido, pero la realidad es enteramente otra. No nos engañemos: el orden total que propone es un orden puramente ideológico y políticamente definido, lo sepa él o no. Y por supuesto que lo sabe. En el bestiario del liberalismo latinoameriano, ocupa un escaño satánico y especial.
           
Cerramos esta sección diciendo que él, que produce tanto aparato, se considera encima de él. Cree que la Ley y el Orden que emana lo eximen del Orden y la Ley. De ese modo, pues, ni se molesta en presentarse a las cortes. Está por encima de la norma como Dios está encima de su creación.
           
Es así cómo lo conservador y lo caradura van formando, en nuestro alcalde, un perfecto ying yang. De hecho, se puede decir que Arzú es la caradurez entronizada. Y con qué campechanía habla de ella.
           
Decir que Arzú no ha acumulado nada en sus gestiones, decir que no ha usado su poder para acrecentar aura y recurso, y para acrecentar su mismo poder, sería decir lo ciego y lo inocente. Su escudo de armas (muy seguramente tendrá alguno) debería en todo caso contener una tizona, un trono y un secreto.

O varios.
           
En efecto, su rostro público no es exactamente transparente (los famosos fideicomisos). El señor alcalde es tan pero tan pragmático que en un momento se vuelve oblicuo y empañado. A Alvaro Arzú lo conservador no le quita lo pancista (como a muchos de la clase alta y la aspiracional). El personalismo político lo torna, a la larga o a la corta, moralmente ambiguo y directamente cuestionable.


Kane

Termino esta larga columna hablando de algo que Arzú hace mucho: dar y no la cara.
           
Por un lado está el Arzú expresivo. Esos discursos tan ladinos, siempre cubiertos de un leve sarpullido alusivo y autoritario. Su impunidad se puede medir por lo que va excretando en público. Como cuando aboga por la guerra y los morongazos, con un encanto que solo existe en su cabeza. Dice esa cosas escandalosas, y nadie le pide verdaderas cuentas por ello. Se las piden, pero se las pasa por el sereguete.

Por el sesheguete.

Lo dije ya: se cree muy encantador y no lo es. Esa mezcla de mal humor y humor tan malo le van dando una perpetua sonrisilla agria, de cinismo mal hecho. Formula cualquier tontería, y luego se le nota extremadamente complacido, tras decir la frase, como si hubiera dicho una máxima de La Rochefoucauld.

Por ejemplo cuando confirió aquel juego barato de palabras (Estado de Derecho / Estado Deshecho) y creyó expresar lo más inteligente, original, persuasivo y literario del mundo.

Por el amor de Dios, lea un poco, señor.
           
Dicho todo lo anterior, es relativamente bueno –en el sentido de que no se agüita– para las entrevistas y las ruedas de prensa. Relativamente bueno para manejar a la prensa, a quien desprecia profundamente. Eso lo vimos cuando irrumpió intempestivamente en la conferencia aquella de la CICIG: todos los periodistas pusieron buenamente la atención en su persona. No se entiende: él insulta a la prensa, y lo primero que hace la prensa es darle la palabra.
           
Ahí está que los periodistas nunca saben romperlo, no saben manejar su eterno refilón. A Arzú es imposible entrevistarle convencionalmente porque el Poder No Se Abre, y Arzú es, bueno, el Poder. Habría que hacerle una conversación que no lo ponga a la defensiva, es decir demagógico, sino, más bien, lo ponga exactamente cómodo, de tal manera que sus contradicciones y carencias discursivas se desovillen y manifiesten solas, sin necesidad de atizarlas. Quién sabe, puede que un encuentro así nos regale incluso un momento Nixon... Lo que es obvio es que la entrevista de analista no funciona con alguien como él (tampoco la informacional) y a la larga solo le termina regalando presencia.    
           
De ser ese ser expresivo y público pasa seguidamente a ser el Ausente, El Que No Da La Cara (a la prensa, a los tribunales, al pueblo no digamos). Se convierte con ello en el Fantasma de la Comuna, como solía yo decirle. No como el Papa de Sorrentino, puesto que no es tan inteligente ni tan sofisticado (no es un Banksy, un Daft Punk, un Salinger de la política). A lo mejor se contiene porque sabe lo mucho que no sabe medirse y no le conviene abusar de sus apariciones.

Es cuando se esconde en su mansión de poder, como el ciudadano Kane que es, aquel señor tan ebrio de Ira, Vanidad, Orgullo y Dominio. De la prensa y los tribunales se oculta, tramando sus cosas, moviendo sus hilos, limpiando las adargas. 
           
Pero no importa cuánto se oculte, seguiremos hablando de él, le dedicaremos más columnas, porque si alguien se las merece, es ese viejo cabrón.

La Mansión Revisitada

Si no me he interesado demasiado hasta ahora en Virgilio Rodríguez Macal (1916–1964) es por ese olor a instituto que tiende a rodearle.
           
Macal es uno de esos autores que nos han embuchado por decreto, como parte de eternos y circulares programas ministeriales. En efecto, no es ningún secreto que la lectura escolar ha sido cooptada (cooptada parece ser la palabra de turno) durante décadas, por determinados escritores y editoriales.
           
Esto incluyendo al propio Asturias. Para su detrimento, puesto que no hay peor enemigo de la literatura asturiana que la misma política educativa que ha buscado entronizarlo en las aulas. De esa cuenta no es raro encontrarse con personas que quedaron muy resentidas con sus libros, después de haber sido forzadas a estudiarlos.
           
Es cierto que Macal –autor de Carazamba,  El Mundo del Misterio Verde, Sangre y Clorofila, Guayacán, entre otros– es más accesible y por tanto mejor comprendido, y apreciado con más honestidad, que Asturias. Pero luego hay algo muy triste en su caso: habiendo sido tan leído y mercadeado, en los círculos literarios serios se le menciona raramente.
           
¿Por qué? Porque quedó en cierto modo atrapado y comprimido en ese mismo ambiente colegial que tanto le ha explotado. Las propias ediciones de su obra han sido golpeadas por una estética llanamente parvularia –ediciones pobres, masivas, con majaderas guías de trabajo de carácter nemotécnico incluidas en ellas. Me pregunto si hay algo más horrendo que un cuestionario dentro en una obra literaria.
           
Habrá que resurreccionar a Virgilio Macal de toda esa muerte escolar, y buscarle un prestigio más allá de lo lectivo. Más este año –año de su centenario– en donde apenas si lo hemos visto, si no es en una manta en la FILGUA, en textos clónicos de la web (da lástima y ofrece muy poco consuelo la ausencia de reseñas frescas) y en uno o dos eventos que no conseguirán poner pie en la esfera de lo imperdible y lo memorable. Lo cierto es que Macal merecía un congreso, vamos.  
           
Tanta institucionalización, tanta escolarización, tanto embuchamiento, tanta sanforización, para que al final no se le pueda rendir un homenaje de veras decente, de veras profesional, a este nuestro Virgilio de la selva.


Un libro vigente
           
Con o sin centenario, La Mansión del Pájaro Serpiente (1939) es el libro de un cuentista comprometido, lo cual también explicaría por qué continúa vigente (injusto sería buscar razones meramente sistémicas a esta sobrevivencia). El empuje literario, la imaginación ardiente de plano están ahí. Razón de sobra para reseñarlo.
           
Pero luego hay otra razón. La Mansión del Pájaro Serpiente realmente constituye nuestro libro ecológico par excellence. Mucho ante de un Mario Payeras, ahí estaba Macal, hablándonos de la selva, selva que hoy arde sin mañana. Baste recordar el gran fuego que se dio en junio de este año en Petén (“un ocote inmenso, llameante”, diría Macal) y que no es más que la desoladora evidencia de que este proyecto de país ha por entero fracasado.
           
La Mansión del Pájaro Serpiente es una obra que te rompe el corazón por muchas razones, pero una de ellas es porque leerla hoy, cuando la desintegración ecológica ha alcanzado proporciones siderales, es un gesto de inagotable nostalgia.
           

El Bestiario de Macal

La Mansión del Pájaro Serpiente está organizado en derredor de cinco cuentos más o menos largos. Cada uno nos acerca y dibuja un animal determinado. Nos recuerda en ese sentido Horacio Quiroga, quien deberá llevarse pues el crédito.  
           
Lo cual no le resta tampoco mérito a Macal. Porque después de todo es admirable cómo entabla un equilibrio notable entre la alegoría moral y el homenaje animalista.
           
Me explico: en cualquier bestiario clásico el animal será siempre una metáfora del animal que es el hombre, pero por otro lado nos parece que Macal respeta la animalidad misma e idiosincrasia particular de las criaturas como tales.
           
Son fieras muy propias y tradicionales de nuestro entorno selvático, léase un pizote, un armadillo, una comadreja ladrona (Cux, que nos recordó  bastante a Otto Pérez Molina y a quien también le cayó su CICIG); el tepezcuintle; el arrogante mono Coy (la arrogancia es un tema regular y dominante del libro).      
           
Están esos bichos, pero no son los únicos que aparecen en nuestro bestiario. Criatura tras criatura, así va surgiendo una fauna nutrida, fraternal e infraternal, un mundo sociopolítico básico, del cual forma parte el pájaro serpiente, es decir el quetzal, que nos resultó elitista y semiesnob.
           
El libro compite entre dos vertientes: el animismo, de un lado, y cierto examen digamos naturalista, del otro. Aquí quiero referirme a la perspectiva naturalista, en cuanto a que se supone que Macal tiene muy observados estos animales y ello le permite hacer comentarios íntimos de estos. Desde luego se corre el riesgo de que estas descripciones levemente didácticas y biologales le terminan derogando la acción narrativa.
           
Pero lo cierto es que lo literario nunca se pierde. No se pierde para empezar el asunto que está tratando –por ejemplo el de la vida, o sea el de la muerte– así como no se pierde el proyecto verbal, que sin ser tan marcado, exuberante y dramático como el de Asturias (perteneciente por cierto a una generación previa) posee toda vez una fraseología reconocible, una cierta orquídea sintáctica.
           
De otra parte podría decirse que en el detalle de las costumbres de los animales está buena parte de la magia del libro y su belleza. El más grande activo de Macal es cómo mezcla la observación con la literatura. Y cómo extrae del comportamiento animal una suerte de picaresca y también una parábola encantadora de nuestra estupidez, crueldad, vanagloria y paranoia.
           
Miedos, prudencias, poderes. Las batallas son épicas. Terminamos asistiendo, en cada relato, a una especie de survival thriller, dado que en el Mundo Verde todo anhela comer y es ovalmente comido (“el único espectro que ambula por las inmensas mansiones verdes: el hambre”). En la selva, el que se duerme, el que no usa constantemente su olfato, muere.
           
Los cinco cuentos son bellos, conmovedores y primera clase, pero en particular lo es el primero, el del anda solo, que es un tipo de pizote. ¿Por qué me ha gustado tanto el relato de Itzul? ¿Habrán sido sus combates feroces y luchas samurái? Seguro, pero es algo más: es que yo me he sentido toda mi mísera vida como un anda solo. Ya ven que los anda solos no se sienten bien en compañía y recíprocamente la tribu no muy que los quiere, y con toda la razón del mundo. Qué gran arquetipo nos ha dado aquí Macal.  
           
Adicionalmente, me ha gustado el cuento porque nos facilita mucha condición humana, es decir, animal. Leí el cuento fascinado y lo terminé en lágrimas (¿cuándo había sido la última vez que lloré así?). Celebro La Mansión del Pájaro Serpiente porque es un libro que se atrevió a ser un libro triste.
           
Y aquí me gustaría agregar que un cuento como este puede pasar por un cuento inocuo para niños, pero hay que darse cuenta que es un cuento fuertísimo, nada complaciente. En general puede decirse que estas historias, aún dentro de un marco posible de inocencia, son de veras crueles.
           
Y si no pensemos en el mono Coy, que termina matando a su padre con la escopeta que le ha robado al hombre.
           
Y todo por el bling.
                                                                       

Lo feral
                                               
Uno de los temas preferidos del criollismo (corriente a la cual este libro se adscribe) es el de lo “feral”. El sujeto civilizado y civilizatorio, encantado y espantado por lo otro. Las grandes novelas criollistas se debaten entre los dos polos del edenismo y el terror de lo foráneo.
           
La Mansión del Pájaro Serpiente también participa del trance criollista, tanto en lo que respecta al tema aludido de la feralidad como en el lenguaje propiamente, que riega en el texto castellano un sinnúmero de términos cachiqueles, hasta volverlo una cosa incluso pegajosa.
           
Se ve más que nada lo criollista de La Mansión del Pájaro Serpiente en el hecho de que toda esa sobreutilización de expresiones indígenas siempre se da desde una óptica atestiguante, clínica y acursivada. Lo indígena sigue siendo una externalidad. Un exotismo, pues.
           

Selvático

Por supuesto, otra dimensión de lo feral es lo selvático.
           
(Hoy en cambio lo feral habrá que buscarlo más bien en lo urbano. Aunque, ¿no es la selva de Macal una suerte de Ciudad, de un modo? Nos parece que sí. Vivir en la selva es como vivir en la colonia El Limón.)
           
Como se sabe, Macal conoció la “Mansión” de primera mano. Este es el libro de alguien que respiró la selva, la absorbió celularmente. Pero aún así Macal necesita un intermediario, Pedro Culán (dotándonos de una versión prematura, mucho antes del new age, de la tradición del hombre blanco o criollo que escucha al guía o maestro indígena). De esa cuenta, Pedro Culán es un agente narrativo que devela y transmite a Macal los secretos e interioridades selváticos. Una vez recibida la transmisión, es el lector quien la recibe a su vez, en una segunda emanación.
           
Culán le permite a Macal construir una percepción mítica de la selva, en donde todo es animizado y antromorfizado. En la selva de Culán, todo tiene nombre y personalidad (la noche, el sol, la serpiente, el árbol). Hay algo de mágico, y de muy noble, en el tratamiento que se le da a este reinado. Un reinado de leyes crudas, es cierto, pero también claras. Así pues, en el cuento del tepezcuintle, se nos ofrece una excelente justificación místico–darwiniana del orden predatorio.
           
La selva colinda –de acuerdo al esquema clásico de la liminalidad criollista– con el mundo del hombre. Ahora bien, lo excitante de La Mansión del Pájaro Serpiente es cómo ofrece una suerte de criollismo revertido, una alteridad al revés: no es el hombre penetrando en el misterio selvático, sino la selva penetrando en el misterio del hombre. Una apreciable inversión.
                                               
                                                                                   
Todo lo que vive mata
                                               
Como sabemos, el hombre –Achí– es el peor, más cruel e infame organismo que recorre esta porción del universo.
           
Y posee por supuesto la tecnología destructiva para reforzar este esterootipo, o como diría Roger Waters, “la valentía de estar fuera de alcance”.
           
Así pues, Pedro Culán siempre va con su fiel y servil chucho –tzíi–  y su colérico palo negro, que escupe a Víbora del Cielo.
           
Es cierto que el narrador muestra mucho respeto por Culán, pero pienso que a la vez lo sabe portador de destrucción y cobardía. Cualquier exceso de bonsauvagismo queda en el acto matizado.
           
Por otro lado, al lector le entristecerán los sucesivos animales liquidados, por el hombre pero no ha de olvidar que ellos, los animales, también liquidaron, y nada diplomáticamente, por cierto. En efecto, todo lo que vive mata.
           
Una verdad tenebrosa, pero de hecho también podemos decir, en un tono más exultante, que todo lo que vive ama. Y, como bien lo muestra La Mansión del Pájaro Serpiente, hasta las criaturas más crueles son tiernas en la noche.
 
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